Buenas noches desde el rincón en el que escribo.
Puede que a alguien le sorprenda el título de la entrada, pero en realidad se trata del de un relato que voy a compartir con vosotros, lo escribí hace bastantes años pero a mi me gusta mucho. Lo quiero rescatar del olvido y compartirlo con vosotros precisamente por ese motivo (porque me gusta). Sin más, el relato dice así:
Me llamo Clark Neuville vivo en Quebec y soy
investigador privado. Sobre mi mesa se amontonan infinidad de carpetas con los
informes de los casos ya resueltos, los que están por resolver y los que no hay
forma humana de resolver. Cojo la
botella de Jack Daniel’s que descansa en el cajón inferior de mi escritorio
metálico y bebo un largo trago de ella y tras taparla vuelvo a guardarla en su
cajón. Vuelvo a meter la cabeza en el informe del asesino del Yukón, aún no me
explico cómo hace ese cabrón para que no lo pillen.
Suena el teléfono en la habitación contigua,
lo dejo sonar tres veces hasta que recuerdo que mi secretaria, Tiffany, hace
dos días que se despidió. Por otra parte es lógico, todavía le debo tres meses,
lo raro es que no lo hiciese antes. Descuelgo el auricular y lo acerco a mi
oído derecho ya que en el izquierdo llevo un aro de oro y me molesta para
hablar por teléfono. La voz que sale del aparato es de un hombre mayor, según
dice, mi abuelo me ha dejado la antigua
casa familiar y todo lo que haya en ella en herencia. Puedo pasar cuando quiera
a buscar las llaves. La primera buena noticia que recibo en varios meses.
Parece que volveré a tener secretaria.
Tras colgar el teléfono cojo nuevamente el
auricular y marco el número de mi viejo amigo Jacques. Es un tasador de
primera. Tras explicarle la situación me cita delante de esa casa dentro de una
hora. Tengo tiempo suficiente para pegarle otro tiento al Jack.
Salgo de mi oficina del antiguo edificio de la
policía y me subo en mi adorado Mustang del 68. Arranco directamente en segunda
y tras pasarme por la oficina del notario para recoger las llaves de la casa
que he heredado llego ante la puerta de aquel caserón. Hacía tiempo que no
venía por aquí y la recordaba acogedora y agradable. Ahora más bien me parece
tétrica y un poco macabra. Busco con la vista a Jacques Lemieux, él es el mejor
en su trabajo, y lo encuentro sentado en el capot de su viejo Ford Berlina. Me
saluda alzando las cejas y yo le devuelvo el saludo de la misma manera. Luego
se acerca lentamente a mí y nos fundimos en un abrazo, hacía mucho que no nos
veíamos. Jacques saca una petaca del bolsillo interno de su americana y me
ofrece, le digo que no con la mano y él bebe un largo trago. Luego yo le acerco
mi cajetilla de Winston y el coge un cigarro, yo cojo otro y el me lo enciende
con su mechero de oro. Parece que a él le ha ido mejor la vida que a mí.
Nos giramos los dos hacia la casa y nos
acercamos a la enorme puerta metálica que separa la calle del jardín. Recuerdo
el jardín verde y con un montón de árboles, las petunias de mi abuela,
sembradas en un rincón llenaban de color el jardín. Pero ese colorido verde del
césped y la copa de los árboles y multicolor de las muchas flores que mi abuela
cultivaba ya no estaba. Ahora solo era marrón y triste. Había una alfombra
marrón en el suelo formada por infinidad de hojas secas que se habían caído en
algún otoño. Por fin me decido a abrir la gigantesca construcción metálica que
era aquella puerta torneada y decorada con rosas de metal.
Jacques y yo avanzamos sobre aquella alfombra
natural. El que en otro tiempo había sido el verde follaje de unos fuertes y
poderosos árboles ahora crujía mustio y seco bajo nuestros pies. Es imposible
que esta casa recupere el esplendor de antaño. Nos plantamos delante del
pórtico de madera de cedro que da acceso al interior del caserón. Mientras
busco en el bolsillo izquierdo de mi pantalón el llavín de cobre que abre la
puerta oigo un crujir de hojas que se acerca a mí, el corazón me da un vuelco.
Hay mucha gente que tiene motivos para matarme y que además han jurado hacerlo.
Vaya día he elegido para dejarme la pipa en casa. Me giro lentamente aparentando
tranquilidad, aunque estoy hecho un flan. Cuando me giro completamente la puedo
ver avanzando con paso rápido hacia mí. Va vestida con unos ajustados tejanos
azules con un descosido en la rodilla derecha, una camiseta blanca con una
fotografía en blanco y negro de James Dean y unas bambas blancas de marca Nike.
Cuando llega junto a mí me abraza y me besa apasionadamente. Se trata de
Courtney, llevamos saliendo tres años y estamos pensando en casarnos, menos mal
que no he traído mí nueve milímetros parabellum,
no me hubiese hecho mucha gracia tener que ir de funeral un día tan alegre como
hoy. Por lo visto las buenas noticias vuelan puesto que según me explica se ha
enterado de lo de la herencia y viene a ver mi nueva casa.
Por fin abro la puerta y el chirrío que
produce podría utilizarse en alguna peli de Cristopher Lee. Desde el umbral del enorme portón puedo ver el gran
salón en el que pasábamos el tiempo muerto y las escaleras que conducen al piso
superior. Invito a entrar a mis dos acompañantes y cierro con cuidado la
puerta, pero aun así chirría. Nos acercamos al salón y Courtney se queda
prendada de la mecedora que usaba mi abuela. La había construido mi abuelo con
madera de nogal, presumía de haber cortado el árbol con sus propias manos. Pero
esa mecedora estaba polvorienta, llena de telarañas y el paso de los tiempos le
había dedo un aspecto de fragilidad. Courtney le quita con la mano un poco del
polvo que descansa sobre ella y se sienta. En el momento que lo hace yo cierro
los ojos para no ver el batacazo que creó que se va a dar. Pero no oigo el
ruido de tal batacazo, solo oigo el TAC-TAC que producen las patas de la
mecedora al chocar contra el suelo.
Yo me acerco a la chimenea, en la misma que
cuando era pequeño calentaba mi pan junto a los troncos ardientes que mi padre
rellenaba a diario. Esa chimenea está ahora negra por culpa del hollín, y por
la falta de cuidados. También sirve
ahora de pilar para el centenar de telarañas que tiene por todos los lados. Por
fin cesa el tacatá de la mecedora y pido que me acompañen al piso superior.
Subimos por las escaleras construidas con piedra negra de pizarra. Al pasar mi
mano por el pasamano de metal recuerdo el día, cuando era muy pequeño, que me
lancé resbalando por la barandilla y acabé estampándome con el suelo,
partiéndome la nariz y abriéndome una brecha en la ceja izquierda que me supuso
siete puntos de sutura. Ahora por lo menos puedo vacilar que la nariz me la
partió un mastodonte de dos cientos kilos por intentar colarme en un local de moda.
Sin darme cuenta he llegado al segundo piso y
me dirijo apresuradamente al que fue mi cuarto de niño. El suelo cruje bajo mis
pies ya que parte de él es de madera. Cuando llego a la puerta de mi otrora
cuarto la abro tan ilusionado como puede estar un crío cuando su madre le
regala un caramelo. Tras abrir la puerta me siento en el borde de mi cama y
cojo el que siempre ha sido mi juguete favorito, un peluche blanco, mi foquita
Mik. Courtney y Jacques entran en la habitación en ese instante y yo escondo a
Mik detrás de mí y me acerco a mi novia, la beso en la mejilla y le entrego a
Mik y le digo que la cuide. Ella me besa en los labios y dice que le encanta.
Son las ventajas de tener una novia que colecciona peluches, le regalas uno
realmente alucinante y se queda tope de flipada. Les digo de que se queden
viendo la casa, a mí no me apetece recordar más mi infancia. Yo les esperaré en
la puerta. Solo quiero saber cuánto puedo sacar por esta casa y volver a mi
oficina. Cuando salgo por la puerta me detengo un segundo observando por el
quicio la cara de alucine que tiene Jacques. No puedo remediar mirar, aunque
sea de reojo el físico monumental de Courtney, además, ahora que está un poco
agachada es imposible de dejar de mirar su trasero. Está buenísima.
Bajo al primer piso y me apoyo en la pared
junto a la puerta de entrada. De repente un extraño pensamiento se pasea por
mis neuronas. ¿Qué era aquello qué tenía
esta casa y que era tabú para mí? Me dirijo rápidamente al salón y de allí me dirijo a la cocina. Está igual a como
la recordaba. La enorme mesa fabricada en Alaska con madera de pino español,
ahora llena de minúsculos agujeritos producidos por la carcoma. Descansando
sobre ella el libro de recetas de mi abuela. De ese libro sacó sus tortitas
para el desayuno, sus crepes y su pastel de carne. El libro acumula ahora una
buena capa de polvo, y manchas de humedad. Aquella cocina jamás volverá a ser
la que yo recuerdo de mi infancia, tal vez nunca ha sido la que yo recuerdo.
Pero no está aquí lo que yo busco. Salgo rápido de la cocina y me dirijo al
cuarto de trabajo de mi abuelo. Abro la puerta y contemplo lo que allí hay. El
caballete que utilizaba para pintar sus cuadros restaba de pie, gobernando el
vacío de la habitación. Parece impérenme al paso del tiempo permaneciendo allí,
preparado para que en cualquier momento alguien coloque un lienzo y empiece a
trabajar en él. Pero tampoco está aquí lo que a mí me interesa. Salgo
desilusionado y vuelvo junto al pórtico de entrada desistiendo así de buscar la
llave de mi pasado que jamás conocí.
Cuando estoy a punto de llamar a mis
acompañantes para dejar este lúgubre lugar se me enciende una bombillita. Me
dirijo a toda velocidad al pasillo. Recorro el pasadizo a toda velocidad hasta
que llego a su final. Delante de mí se alza una cortina roja de terciopelo que
ahora, debido principalmente al paso del tiempo y ayudada por el polvo y las
telarañas, restaba rosa y descolorida. Mi padre me prohibió que la atravesara
cuando era niño, y mi madre me abofeteó repetidas veces una vez que me pilló
apunto de atravesarla. Pero ahora la casa es mía y puedo ir donde quiera.
Alargo mi brazo derecho para correr la cortina y en el momento en que toco la
cortina noto como una mano me toca en el hombro. Se me escapa un grito de terror,
estoy cagado de miedo. Me giro y me encuentro con un Jacques que se ríe de mi
grito y a Courtney que me dice que no pasa nada. Menudo susto me han dado.
Menos mal que Courtney hace que se me olvide el susto con el beso que me da.
Abro la cortina y una misteriosa puerta negra aparece de detrás. Busco en mi
bolsillo alguna llave que no sepa de que es. En mi bolsillo hay un pequeño
llavín de oro que introduzco en la cerradura y lo giro hasta que oigo el ruido
de que la puerta está abierta. Antes de
abrirla miro un instante por la pequeña ventana que da a la parte
trasera del jardín y me detengo a observar la pequeña construcción utilizada
como leñera y que yo utilizaba de cuarto de juegos. Vuelvo mi mirada hacia mis
compañeros que esperan ansiosos saber que oculta la puerta negra. Por fin me
decido y la abro.
El interior de aquella sala nos horroriza.
Además de no tener ni una sola mota de polvo está decorada con multitud de
dibujos ocultistas. Infinidad de estrellas de cinco puntas dentro de un círculo
y con la cabeza de un macho cabrío en su interior y tres seises al lado,
extraños textos escritos en un idioma desconocido y cosas por el estilo están
por todas las paredes. Nos adentramos un poco más y debido a que las cortinas
están corridas no vemos muy bien. Courtney se me acerca y me coge fuertemente
de la manga de mi camisa de seda azul. Avanzamos un poco más y en un rincón, en
el suelo, encontramos una tabla de Oui-ja partida por la mitad. Cuando Jacques
la ve sale corriendo buscando la puerta y yo le pregunto que qué le ocurre y él
me responde:
—Cuando hay una Oui-ja rota, es que un
espíritu se ha liberado y puede atacar en una forma física. Si eso está aquí yo
me largo.
Yo insisto en que no pasa nada pero él se
dirige a la puerta. Cuando está a un solo paso de salir por la puerta esta se
cierra de golpe y cuando Jacques intenta abrirla grita de pavor ya que según
dice esta atrancada. En ese instante noto como los largos, finos y delicados
dedos de Courtney me aprietan. En ese apretón puedo notar su miedo, está
aterrada, yo también lo estoy, pero si lo demuestro nos desesperaremos ya que
soy el único capaz de buscar la salida a esto. Jacques cae al suelo sollozando,
parece un niño aterrado tras ver una película de miedo. Le digo que se levante,
un tipo de treinta años no queda bien llorando de rodillas cual una Magdalena.
Luego avanzo un poco más llevando siempre pegada a mí a Courtney. Delante de mí
tengo algo parecido a un potro de tortura medieval. Es un banco de madera, no
sé de qué tipo, con cuatro grilletes (dos para las manos y dos para los pies) y
hay restos de sangre seca en la madera y
en los grilletes. Cuando Courtney ve eso se le escapa un grito terrorífico que
suena seco y ahogado a la vez. Intento consolar a Courtney pero no hay manera
de conseguirlo. Doy un paso más y veo una pequeña mesa con distintos artilugios
de tortura, pero el que más me llama la atención es un pequeño cuchillo curvo.
Vi uno igual cuando investigaba a una secta satánica en Philadelphia. No hay
duda, es un cuchillo ritual utilizado para hacer sacrificios de humanos.
Prefiero no comentarlo, tal y como están las cosas solo serviría para
empeorarlas.
No aguanto más tiempo sin luz, esta luz tenue
y lóbrega me está jodiendo la vista. Le digo a Courtney que me acompañe un paso
más y corro una cortina dejando que entre la luz del día en la casa. La
lobreguez cesa y me entretengo un instante mirando por la ventana, el viejo
roble que utilizaba de escondite secreto ahora yacía muerto en el mismo lugar
de siempre. Cuando devuelvo mi vista al interior puedo ver, aunque parezca
increíble, la figura de mi abuelo delante de mí que me sonríe. ¿Cómo va todo,
nieto? me dice y a Courtney se le escapa un grito que parece más bien un
aullido de lo agudo que le sale. Me giro un momento y puedo ver como dos
extrañas figuras humanoides están acercándose a Jacques una y a mi posición la
otra. Un segundo después oigo un ruido por detrás y de reojo veo como el cuerpo
de Jacques yace ahora inconsciente en el suelo. Mi abuelo me golpea un derechazo
a la mandíbula y me deja sentado en el suelo, luego coge a Courtney y se la
lleva al potro de tortura. Me levanto e intento dirigirme a mi abuelo, pero esa
maldita figura que vi acercárseme me corta el paso. Vaya momento para dejarme
la pipa en casa, aunque creo que ya os he explicado eso antes. Tendré que
reducir a esto que me planta cara con mis conocimientos pugilísticos, porque,
por si no lo sabéis, fui boxeador amateur de los pesos pesados y estuve a punto
de ser campeón, lo evito un inglés que conducía un tráiler a las diez de la
noche por una transitada calle de Vancouver. Le atizo un derechazo y luego le
doy un crochet de izquierda, como todavía aguanta en pie le atizo un gancho de
derecha a la mandíbula que lo aleja de mi un poquitín, lo justo para ver como
mi abuelo coge el cuchillo ritual y lo levanta intentando clavárselo en el
pecho de mí, ahora amordazada en el potro de tortura, prometida. Salgo
corriendo hacia él, y cuando estoy a punto de llegar a mi antiguo querido
pariente veo como un espadón baja a toda velocidad con la intención de
atravesarme. No tengo tiempo de esquivarlo, solo tengo tiempo de ver como mi
abuelo baja muy rápido el maléfico cuchillo buscando el pecho de Courtney. Que
el Señor nos perdone y purgue nuestras culpas.
Eso es todo por hoy, os espero en "Mi Rincón de Escribir". Nos leemos.